Novelda y el azafrán

Así cuenta la historia de mi bisabuelo, el catedrático Diego García Castaño en su libro “Las rutas de los mercaderes y el alborear de la matemática”.

Portada libro la Ruta de los Mercaderes y el Alborear de la Matemática Diego García Castaño
El capitulo V se refiere a Novelda y al azafrán y dice así:

Adentrándonos por la industriosa ciudad de Novelda, desde cuyas empresas se exportan casi la totalidad del azafrán y el 60% del mármol que salen de España, nos encontramos, en un primer plano de nuestra narración, con Manolico Alberola, (1877 Sevilla-1932 Novelda), que es como llamaban sus vecinos a Manuel Alberola Sellés, que fuera alcalde de esta ciudad nada más iniciarse la II República.

Manolico tuvo el honor de ser uno de los precedentes más emblemáticos del dinamismo empresarial noveldense, como nos lo confirma el alcoyano Rafael Coloma Payá cuando habla de él en su libro Viaje por tierras de Alicante, (1957), prologado por el propio Azorín.

Con todo lo que supuso lo de la filoxera para los viñedos franceses y los consiguientes ríos de vino español que desembocaron por aquellos años en Francia, fueron muchos los españoles, entre ellos Manolico Alberola como representante de la empresa de su padre, los que pasaron por asuntos relacionados con el vino por Marsella, ciudad de distribuidores y comisionistas de azafrán y otras especias.

Como a Manolico Alberola le impactó tanto lo de los altos precios que pagaban por el azafrán unos mercaderes de la India con los que contactó en el país vecino, no es extraño que se ilusionara con lo mucho que podría ganar presentándose en la India o en otros países asiáticos, vendiendo azafrán sin intermediarios, sin intervención expresa de los almacenistas de Marsella.

Sin hacer muchas más cábalas, dio libertad plena a sus primeros impulsos: iría a venderles en su propio país, a todos los que quisieran comprarle, el mejor azafrán del mundo, el “oro rojo” de la Mancha y el Jiloca.

Su aventura se inició entre raíles en la estación de tren de Novelda, llevando en el fondo de su maleta un sobre lleno de hilillos de azafrán de la Mancha o, quizás, más de uno para no deteriorar la totalidad de la mercancía cada vez que la mostrara a sus futuros compradores.

A base de trenes y transbordos, marcopoleó hacia París y Moscú. En esta última ciudad, tomó el Transiberiano, que hacia, desde el año 1904, el trayecto Moscú-Vladivostok y, sentado en él durante más días que tiene la semana, vio como pasaban algunas de las estaciones de su particular ruta: Pem, Omsk, Novosibirsk, Kranoyarsk, Irkutsk, Ulán-Udé.

Aunque desde esta última ciudad salía el Transmongoliano, como él no necesitaba efectuar ya más transbordos, ensimismado en sus cavilaciones y con un enigmático rictus de complacencia en su rostro, continuó contemplando paisajes desérticos, montañosos, lagos y todo lo que a su vista se le ponía por delante; mientras, el tren repetía con férrea monotonía, una y otra vez, sus consabidas paradas, sus breves esparcimientos, a su paso por Chita, Tarskaya (desde donde salía el Transmanchuriano), Jabarvsk, hasta quedarse completamente parado en la estación de Vladivostok, en las costas rusas del Mar del Japón.

Manolico Alberola estuvo por tierras niponas, visitó China e hizo algunas escalas en puertos de este gran país, repitiendo por mar parte de la ruta que hizo Marco Polo cuando se despidió de China. Navegó hasta la India, allí mostró las hebras de azafrán que llevaba cuidadosamente guardadas dentro de los sobres, igual que había hecho por todos los lugares por donde había pasado, osea, por Rusia, China y Japón.

Los mercaderes indios se maravillaron de la calidad del azafrán español, de su fulgurante color rojo-reflectante, de su exquisito sabor, con esa suave chispa a amargo que encandila a la gente, y de su sutil y perfumado aroma.

En la India permaneció varios meses, negoció cuanto quiso, y sus solicitas hermanos le enviaban el mejor azafrán que se cosechaba en España. De sus viajes a la India siempre sacó provecho económico y fue, además, un ejemplo a seguir, para muchos “mercaderes” de la zona.

Entre la treintena de empresas que fabrican, seleccionan y envasan especias, condimentos, infusiones, postres o salsas de Novelda y el centenar largo de fábricas de mármol de esta ciudad y las de Monforte del Cid, las hay que se crearon por los años 1870 (Azaconsa); 1890 (Verdú Cantó Saffron Spain); 1901 (Mármoles Seller); 1909 (Azafranes Chiquilín); 1912 (Azafranes la Barraca); 1920 (Jesús Navarro Jover, “Carmencita”); 1943 (Azafranes Vda. de Arturo Gómez Tejedor); 1956 (Mármoles José A. Garcia Moya, Monforte del Cid); 1960 (Mármoles Hermanos Jiménez); 1962 (Mármoles Bempe); 1981, aunque sus raíces estén ancladas en el año 1878, (Bateig Piedra Natural); 1988 (GrupoLevantina de Granitos) y 1989 (Esteve y Mañez Mármoles, Monforte del Cid). Algunas de ellas centenarias, como vemos.

Todo esto nos pone de manifiesto que, bien avanzado el siglo XX, el negocio del mármol resurgió con vigor, con el despegue económico de los sesenta y el auge de la construcción de los ochenta, y que la gente de Novelda y Monforte del Cid, desde finales del siglo XIX, se dedicó con tenaz empeño al negocio del azafrán, el mármol o la uva de mesa para paliar la “erosión” económica que se produjo después del boom financiero que vivió la provincia de Alicante, con lo de la filoxera que afectó a los viñedos franceses.

Estos negocios, que contaron con el espíritu emprendedor de noveldenses y monfortinos, nacieron, en parte, por la necesidad de asegurar una subsistencia vital, pues fueron muchos los ciudadanos alicantinos que tuvieron que buscar en otras latitudes su sustento.

Por eso, muchos hijos de Novelda, viendo cómo algunos paisanos suyos negociaban con el azafrán, oyendo lo que se contaba sobre las andanzas por la India de Manolico Alberola, el “Azafranero Honorario”, en la intimidad de nuestro relato, y enterados de los frecuentes embarques de azafrán por el puerto de Alicante, se contagiaron de la fiebre de las especias y marcharon a comprar azafrán a La Mancha, con tren unos, y otros adentrándose por los caseríos, azafranales y pueblos manchegos con sus propios medios de locomoción, primero con su carro o su caballo y, más tarde, con su camioneta o su coche. Los medios de locomoción propios les permitían seleccionar cómodamente, en las mismas zonas productoras, la mejor partida que encontraran de este producto y poder aprovechar, además, el viaje de vuelta a casa para ir vendiendo, si se daba el caso, parte de lo que habían comprado por los pueblos por los que pasaban.

A veces el azafrán lo traían hasta los porches, hasta las casas-fábrica, o lo enviaban por tren a la estación de Novelda los propios productores manchegos tras su recogida, monda y secado.

El proceso de la recogida de la flor del azafrán, del desbrizne de sus tres elásticos y flexibles estigmas, y del tueste de los mismos, se concentra en muy pocas fechas, en unas tres semanas, que suelen caer normalmente entre el diez de octubre y la mitad del mes de noviembre. En otros tiempos los pueblos, productores de esta preciada mercancía, dedicaban esas fechas casi exclusivamente a las tareas de cortar la flor del azafrán y la extracción y tostado de sus estigmas.

En plena floración el azafranal, con su color lila purpúreo o azulado, inunda el paisaje de perfiles inéditos y ensoñaciones diversas que constituyen un espectáculo pintoresco y cautivador. Suele regarse por primavera para estimular la formación del bulbo, y por el equinoccio de otoño, para la floración.

Ateridos de frío, con el lucero del alba como testigo y los últimos retazos del crepúsculo de la mañana precediendo al amanecer, los cultivadores se afanan en cortar las

tersas flores del azafrán, que están abiertas, antes de que el sol culmine sobre el meridiano del lugar y se mustien dificultando su recogida.

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